Comentario
Los estudios sobre estratificación y movilidad social en España son muy recientes, tanto en el plano teórico como en el empírico. La contribución más importante antes de 1960 fue la del profesor Ros Gimeno, el cual definió las clases sociales teniendo en cuenta la cultura, la profesión y la renta, aunque a efectos estadísticos utilizó la estructura ocupacional como factor clasificador. Ros Gimeno estimó los siguientes porcentajes de clase alta, media y baja para España en 1950: alta, el 0,1%; media, el 34,1% y baja, el 65,8%.
A partir de este sumario punto de partida se va a producir un intenso cambio. La pirámide ocupacional de 1971 se distancia más de la de 1950, que la de ésta última en relación con la de 1860. Es decir, el cambio social que se lleva a cabo en dos décadas supera en magnitud al que ha tenido lugar a lo largo de todo un siglo.
En 1957 Cazorla Pérez, utilizando los datos procedentes del Banco de Bilbao, confrontados con otras estadísticas procedentes de la Dirección General de Empleo, llegó a la conclusión de que presuponiendo la existencia de un 1% de clase alta en cada provincia, y estimando la proporción de clase media por diferencia con la cifra por él calculada de clase trabajadora, habría un 38,8% de clase media y un 60,2% de clase trabajadora, aunque con grandes variaciones según las diferentes provincias. Así, las de mayor proporción de clase media serían Guipúzcoa (61,4%), Madrid (60, 6%), Vizcaya (60, 2%) y Barcelona (58,8%); en todas ellas se había producido un intenso proceso de urbanización e industrialización. Las provincias con menor proporción serían Albacete (24,1%), Córdoba (23,9%), Cáceres (22,8%) y Orense (22,7%), provincias agrícolas.
Para el periodo 1962-65 hay un mayor número de fuentes, coincidiendo los resultados en cuantificar la clase alta entre 2% y 5%, la clase media entre el 41% y el 47%, y la clase baja entre el 49% y el 57%. Es decir, la proporción de clase baja seguía siendo algo mayor que la de clase media. En todo caso se pone en evidencia que el desarrollo económico conllevó un aumento de la nueva clase media urbana, a costa sobre todo de la reducción de los agricultores.
Desde la década de los sesenta, destacan, en todo caso, dos hechos: la tendencia hacia una terciarización de la actividad y el dominio de los asalariados en la estructura productiva.
En 1975 el bloque de clases propietarias representaba el 31,3% de la población. El sector más importante dentro de este bloque era el formado por los autopatronos e industriales con un 82,7% del total, estando el peso mayoritario representado por los pequeños y medianos empresarios, de los cuales una parte considerable no tenía a su cargo ningún asalariado. El bloque de clases asalariadas representaba el 67,6%, siendo los empleados el 41,6% y los obreros el 58,9%, de estos últimos la mayor parte eran obreros especializados (70,4%). La división entre asalariados y no asalariados había aumentado produciéndose un pequeño descenso de los propietarios, debido básicamente a la disminución de empresarios agrícolas sin asalariados. Disminución que en su mayor parte se debe a la jubilación de agricultores que no son sustituidos por sus hijos, que prefieren trasladarse a la ciudad. En todo caso, excepción hecha de la agricultura, se puede afirmar que la pequeña propiedad resistió bien el proceso de modernización económica.
A la hora de concretar dichas tendencias se aprecia que el artesanado tradicional, concentrado en el sector industrial, se encontraba en recesión, experimentando un proceso de proletarización. En el sector primario una gran parte de agricultores había dejado de tener asalariados. Y, por último, en el sector servicio se detectaba un aumento considerable de los pequeños empresarios sobre todo en el comercio.
Los anteriores cambios caracterizan la estructura de clases de las sociedades industriales modernas, que se concretaría según José F. Tezanos en un proceso de desruralización de la población activa muy intenso, con una sustancial disminución de la proporción de obreros agrícolas, y un progresivo envejecimiento de la población que vive en el medio rural.
Efectivamente en el campo se produce una caída en el peso relativo de los agricultores cuyos padres no lo eran, y un aumento relativo de hijos de agricultores que han dejado de serlo. Un móvil evidente del éxodo rural fue el deseo de los padres de que sus hijos mejorasen, deseo que los cambios producidos permitían materializar.
La industrialización creciente supuso una fuerte demanda de trabajadores cualificados y un descenso en consecuencia de la proporción de obreros no cualificados.
Dentro del proceso de terciarización, se observa la consolidación de un importante sector de autónomos y de trabajadores independientes en la industria y en los servicios, que se mantiene en torno al 11% de los activos durante la década de los sesenta y setenta.
Por tanto, los grandes núcleos sociales en torno a los que se articula la estructura de clases en España en el periodo que va de 1964 a 1975 nos indican un descenso general de activos agrarios, así como de obreros sin especializar, al tiempo que un aumento de los asalariados. Durante este periodo fue especialmente acusado el incremento de la proporción de activos de nueva clase media (administrativos, técnicos, profesionales, personal de servicios...). No deja de ser interesante constatar que el proceso de mesocratización (dominio de las clases medias) de la sociedad española, tan ansiado por el régimen de Franco, no se produjo en la manera en que habían proyectado, con un crecimiento de las viejas clases medias, pues en realidad éstas decrecieron, aumentando en cambio las nuevas clases medias urbanas, que acabaron desempeñando un papel de impulso y dinamización de los procesos de modernización y de cambio socio-político.
En 1975 la estructura de clase en España, siguiendo a Tezanos, se desglosa de la siguiente forma: un sector de clases trabajadoras manuales, que representa en 1975 el 39,4% de la población activa, formado por trabajadores sin especializar (4,9%), obreros agrícolas (6,5%) y trabajadores especializados de la industria y los servicios (28%); este sector se encuentra en regresión. Un amplio sector de activos de nueva clase media, formados por empleados de oficinas, técnicos, profesionales y vendedores, caracterizados por realizar un trabajo manual asalariado. Este sector representa el 30,3% de la población activa y por sí solo supone una fracción importante de trabajadores algo superior ya al de trabajadores especializados de la industria y los servicios. Si a este grupo le sumamos el personal de servicios, se llega al 34,6% de la población activa ocupada, es decir, muy próximo al conjunto de las clases trabajadoras manuales. Es un sector en crecimiento.
Un tercer grupo lo forman las viejas clases medias, es decir, los pequeños propietarios y autónomos de la agricultura, la industria y los servicios. En total el grupo representa un 26,7%, del cual los autónomos son el 11,3% y los pequeños propietarios el 15,4%. Este sector se encuentra en recesión.
Por último, los empresarios con asalariados (2,7%) y los gerentes y directivos (2,1%), aun siendo bastante minoritarios (4,8%), mantienen durante la última década una situación estable.
A partir de estos últimos datos podemos afirmar que en 1975 la estructura de clases en España estaba formada por: un 5% de clase alta, un 56% de clase media y un 39% de clase baja.
A la altura de 1970, y teniendo en cuenta la estructura ocupacional, se pueden establecer cinco Españas (José Andrés Torres): 1ª) la España industrial, se trata de provincias con una alta proporción de trabajadores cualificados y capataces (Vizcaya, Navarra, Álava, Barcelona, Asturias y Guipúzcoa); 2ª) la España subdesarrollada, se refiere a provincias o a regiones con una alta proporción de campesinos y jornaleros (Andalucía y Extremadura, junto con Murcia y algunas provincias castellanas); 3ª) la España de las clases medias tradicionales urbanas, son las provincias que se caracterizan por la ausencia de latifundios y la presencia de pequeños empresarios con asalariados y profesionales (Alicante, Santander, La Coruña, Zaragoza, Tarragona, Logroño..., hasta 17); 4ª) la España de los servicios, que se caracteriza por la importancia de la población asalariada en los servicios y la abundancia de clases patrimoniales, compuesta por los dos archipiélagos y Madrid; y 5ª) la España rural, formada por Orense, Soria, Huesca, Lugo, Zamora y Guadalajara.
Hasta ahora hemos utilizado la propiedad y la ocupación como las variables para identificar a las clases sociales. Para enriquecer el concepto vamos a utilizar la educación, ya que este factor puede modificar las oportunidades de los ciudadanos ante el mercado.
Al final de la década de los sesenta la situación de la educación en España no era muy halagüeña. Así el Libro Blanco calculaba que faltaban 414.214 puestos escolares, el II Plan de Desarrollo elevaba la cifra a 584.289, el Instituto Nacional de Estadística a 616.990 y el informe FOESSA a 927.800. Dichas cantidades ponen de manifiesto las graves carencias del sistema educativo, agravadas en las zonas rurales, donde el nivel de inasistencia por parte de los matriculados era especialmente alto.
Un cambio importante en esta situación y en el conjunto del sistema educativo se produjo con la aprobación de la Ley General de Educación (LGE) de 1970. El espíritu de la reforma respondía a dos ideas centrales: el fomento del desarrollo económico a través de la inversión en educación y la igualdad de oportunidades en el acceso a la misma. En 1970, año que se promulga la LGE, de cuatro a doce años había un 7% de niños sin escolarizar, porcentaje que alcanzaba el 50% a los catorce años y el 70% a los dieciséis. Seis años más tarde la tasa de escolarización a los catorce años había aumentado en casi 20 puntos porcentuales, en tanto que a los dieciséis años lo había hecho en 10, alcanzándose una tasa de escolarización del 40% a esta edad. Dicha tendencia siguió creciendo en los años siguientes hasta alcanzar para los jóvenes de catorce años el 100% en el curso 1987-88.
Tanto en la década de los sesenta como y especialmente en la de los setenta, el crecimiento en los distintos niveles del sistema educativo fue espectacular, pese a las carencias anteriormente señaladas. Así en la década de los sesenta, las matrículas en educación primaria (y preescolar) alcanzaron la cifra de 4.749.483 alumnos, lo que representó un crecimiento del 40°/a respecto al inicio de la década, El número de alumnos de bachillerato superó la cifra del millón (1.521.857), es decir, se multiplicó por más de tres en ese mismo periodo. La Formación Profesional llegó a tener 151.760 alumnos, lo que suponía más del doble de la cifra de principios de la década y, por último, los estudiantes universitarios se triplicaron.
Pero tras estos datos podemos afirmar que a mediados de los años sesenta la educación no era un factor de gran importancia como elemento estratificador, salvo en los poseedores de títulos superiores o medios. De hecho más del 50% de la población carecía de propiedad o de un nivel de estudios igual o superior al de estudios medios. El resto se distribuía a partes iguales entre quienes no tenían estudios, pero sí propiedad; y entre quienes tenían propiedad, pero no estudios. En las décadas de los años setenta y ochenta se producen ciertos cambios al aumentar el numero de personas que tienen estudios superiores o medios, y al convertirse la posesión de dichos títulos en un elemento favorecedor de promoción social, aunque la propiedad sigue siendo el factor más importante a la hora de ubicar socialmente a las personas.
Los estudios realizados por Amando de Miguel y el Informe FOESSA (1975) pusieron de manifiesto que la sociedad española se caracterizaba por una fuerte desigualdad de oportunidades. En el citado informe se afirmaba que los hijos nacidos en los estratos dirigentes tienen unas cinco veces más probabilidades (65,3:13,7 = 4,8) de formar parte de esos mismos estratos que los hijos de estratos medios, y unas 24 veces más (65,3:2,7 = 24,2) que los hijos que provienen de los estratos populares. Es decir, que la mayor movilidad ascendente se encontraba en los estratos altos y en ellos la propiedad seguía siendo un factor determinante.
La desaparición paulatina en algunos ámbitos de la llamada herencia ocupacional propició una cierta movilidad social. Si bien durante la mayor parte del siglo se reproduce por parte de los hijos la profesión del padre, esto varió al disminuir el empleo agrario, lo cual provocó una movilidad en buena parte ascendente, debido al cambio de ocupación. En todo caso el origen social seguía siendo un factor determinante a la hora de explicar las desigualdades sociales, lo que definía a España como una sociedad menos meritocrática que Estados Unidos o Inglaterra.
La identificación que hacían los españoles respecto a la clase social a la que pertenecían es dispar con respecto a los datos, situándose en un número importante de casos en un estrato superior al que realmente se encontraban. Esta circunstancia pone en evidencia el optimismo de la sociedad, la cual siente (apreciación subjetiva) una mejora de su situación, que si bien es real, no se corresponde con el conjunto de la estructura de clases en España.
Los niveles de renta mejoraron de forma considerable en estos años. El incremento en los salarios reales y el cambio en las pautas de consumo supusieron un mayor nivel de vida. Si tenemos en cuenta la alimentación, la vivienda, la sanidad, la educación, el tiempo libre, servicios culturales y recreativos, la seguridad personal y convivencia podemos afirmar que el nivel de vida en el periodo de 25 años (1950-75), se ha duplicado. Nuestras necesidades fundamentales sólo estaban cubiertas aproximadamente en una tercera parte en el año 1950 y después de 25 años han llegado a estar cubiertas en casi un 75%.
Buena muestra del aumento del nivel de vida se pone de manifiesto en la distribución del gasto del presupuesto familiar. Así, cuanto más se gasta en alimentación, inferior es el nivel de vida de la población. La evolución del gasto familiar desde 1958 muestra el descenso continuado de dicha partida y el incremento de las demás, especialmente la referida a la vivienda que se va a convertir en un problema permanente.
¿Este hecho supuso una mejora en la distribución personal de la renta?: No. Debemos hacer una clara diferenciación entre el nivel de vida, que efectivamente creció, y la distribución de la renta, que empeoró. A ello hay que añadir también el incremento de las desigualdades regionales. Hemos de tener también en cuenta, para explicar finalmente este fenómeno, que el crecimiento en el nivel de vida fue menor que el crecimiento económico, disparidad que se pone de manifiesto en la distribución de la renta.
Las correcciones de las desigualdades económicas en las sociedades avanzadas se deben primordialmente a las políticas públicas, que tienden a aminorar las desigualdades existentes. Dichas políticas fueron manifiestamente insuficientes durante el franquismo, no así en los años posteriores. En los inicios del desarrollo económico se aprecia un retroceso en la distribución de la renta, que se mantiene al menos hasta 1967. Entre 1964 y 1967 aumentó el nivel de desigualdad si tenemos en cuenta la distribución personal de la renta, para con posterioridad producirse un leve pero continuado descenso, que se intensificó en los primeros años de la democracia.
No obstante, en relación con las desigualdades sociales se produjeron ciertos cambios que mejoraron la situación de los más desfavorecidos. En 1944 se puso en marcha el Seguro Obligatorio de Enfermedad (SOE), que cubría únicamente al 25% de la población, incrementándose hasta el 45% en 1963, aunque sólo con un 10% de las camas hospitalarias pertenecientes al SOE. A partir de 1967 se puso en marcha la Ley de Bases de la Seguridad Social, que permitió ampliar la cobertura sanitaria tanto entre la población como en el número de camas hospitalarias, pero no será hasta los años ochenta cuando el sistema sanitario público se universalice.
Uno de los problemas más graves derivado de las intensas migraciones interiores se refiere a la escasez de viviendas. De hecho durante los años cincuenta y sesenta apareció en torno a las ciudades un importante número de chabolas e infraviviendas. En los sesenta se construyeron viviendas sociales y se desarrollaron programas de financiación, pero no se logró evitar el déficit de casas. Esto sin tener en cuenta la mala calidad de buena parte de las mismas. Los nuevos barrios carecían de equipamientos colectivos, situación que propició la aparición de movimientos ciudadanos (Asociaciones de Vecinos) que trataron de luchar contra esa difícil situación, a la vez que se convirtieron en movimientos en favor de la democracia. El problema de la vivienda, en todo caso, se mantuvo en los años siguientes y constituye aún hoy en día de los elementos de desigualdad social más preocupantes.